Abordé el avión.
En cuanto este despegó, miré a través de mi ventana cómo se desdibujaba esa tierra
donde crecí, mi Venezuela querida. Mil gratos recuerdos vinieron a mi mente: mis
abuelas que ya no están en este mundo, mis padres, amigos, infancia, etc. No
pude evitar llorar y que la gente me mirara como loca, pues ese avión volaba
con destino a Aruba y todo el que viaja a esa isla paradisiaca lleva una fiesta
interna. ¿Quién llora
camino a Aruba? ¡Solo yo! Bueno… Aterricé
en la Isla feliz, allí se suponía que haría una corta escala para luego volar a
Chicago.
El avión arribó
con retrasó y no logré hacer la conexión. El vuelo en que se suponía volaría a Chicago
había cerrado cinco minutos antes de que llegara al mostrador de United
Airlines, aerolínea con la que viajé. Rogué y rogué para que me dejaran subir
al avión. No hubo manera. Me dijeron que ya no saldrían más vuelos hacia Chicago
por ese día y no habría disponibilidad por lo menos por dos o tres días porque
había una tormenta de nieve en los Estados Unidos.
“¿Y ahora? ¡Aruba es carísima!” Pensé. Tenía efectivo en
dólares, pero no para pagar tres días de estadía en un hotel tan caro como en Nueva
York; mi tarjeta de débito norteamericana tampoco la tenía conmigo debido a
otra larga historia que pensaba solucionar una vez que llegara a los Estados
Unidos y solo tenía conmigo mi tarjeta de crédito venezolana que por efecto del
control de cambio venezolano pasaba donde quería.
Me senté a pensar
qué haría. Para incrementar mi estrés, en esa sala no había Wi-fi libre y en
consecuencia no me podía comunicar con mi familia. Justo en ese momento un
oficial de American Airlines llamado Mike caminaba frente a mí. Lo detuve para
pedirle la clave de Wi-fi. El oficial al ver mi cara de preocupación me preguntó
qué me pasaba y le comenté lo ocurrido. Tras indignarse porque no me dejaron
montar en el avión me dijo: “ven conmigo”. Lo seguí hasta una oficina de
American Airlines. Hizo unas cuantas llamadas para tratar de conseguirme otro
vuelo para ese mismo día o al menos para el día siguiente. En vista de que en
efecto no había disponibilidad, me brindó su ayuda para conseguirme un hotel
económico en la isla. Para esta labor realizó otro par de llamadas y luego me ofreció
llevarme al hotel. No dudé en aceptar su oferta porque era una persona mayor y amable.
El hotel al que Mike
me llevó se llama Malibu. Los dueños son venezolanos y hasta tienen un bar
restaurant donde el plato fuerte son arepas y se llama Arepados. El hotel Malibu
resultó perfecto: es económico y la ubicación es excelente; está a cinco
minutos caminando de Nikki beach (una playa súper linda de la Isla), a cinco
minutos del aeropuerto y a 20 minutos del centro de Aruba.
Al final, el
hecho de que me dejara el avión resultó una bendición, porque el percance se
convirtió en unas merecidas vacaciones de dos días que calmaron el estrés que
traía de Venezuela. Mudarse a otro país acarrea un estrés horrible y más aún si
eres venezolana, porque el control de cambio lo hace todo más difícil.
Fui feliz en la
isla feliz. La primera noche salí a cenar a un hotel cercano y al regresar caí
rendida sobre mi cama. Dormí como una
bebé. El sol salió tempranito al día
siguiente. Me bañé y arreglé mi bolso de playa. Como buena venezolana desayuné mi
respectiva arepa en Arepados y me dispuse a recorrer el centro de Aruba.
Tenía años sin
visitar Aruba. La amé, como siempre. Almorcé divino, comí una paella en un
restaurante que solía visitar con mi familia cuando era niña y adolescente. Así
que este almuerzo significó doble placer: comer sabroso y revivir hermosos
recuerdos con mi familia. Mi tarjeta de crédito venezolana se portó comprensiva
y pasó sin problema. En la tarde me fui a la playa y en la noche a un bar en Nikki
beach, donde relajadamente me bebí mi trago favorito: un cosmopolitan.
Al día siguiente,
me levanté bien tempranito, fui a la playa y allí disfruté hasta mediodía. Me
devolví al hotel, hice el check out y los mismos dueños me llevaron al
aeropuerto, pues ofrecen ese servicio. Arribé a Chicago en la noche. Desde que
me bajé del avión me enamoré de la ciudad. Lo único que me impactó fue el frio.
Era invierno y aunque la temperatura no era tan gélida, me pegó un poco porque por
muy rubia que sea, mi cuerpo sigue teniendo un termostato tropical. Hacían -13
C y con sensación de -23 C, mientras que Aruba estaba a 33 C la misma
temperatura que en Venezuela.
Desde la ventana
del taxi admiré el lugar. Debo decir que desde entonces Chicago se convirtió en
la segunda ciudad de mis sueños después de Vancouver y aclaro, no me enamoro de cada sitio que visito. Chicago es una ciudad inmensa, de
esas que te hace soñar con alcanzar metas grandes, su arquitectura es ecléctica
ya que combina lo moderno con lo antiguo y es simplemente hermosa. Es una
ciudad con mucha vida, restaurantes, tiendas y bares por doquier.
Esa noche salí a
caminar, sin embargo, el frio me hizo regresar a mi hotel, pues para ese
momento no había comprado un abrigo apropiado para el invierno, el abrigo que
tenía era para un invierno suave como el de Vancouver que no pasa de -4 C y del
que los mismos canadienses se burlan, pues no lo consideran invierno. Fui al
bar del hotel por una copa de vino. La gente que estaba allí fue tan amable y amistosa
que hasta fuimos juntos a otro bar.
Al día siguiente recorrí
lo que pude de Chicago y quedé fascinada con muchos deseos de volver. A final
de la tarde volé a Winnipeg. Una vez que el avión aterrizó en esta ciudad, me
impactó las montañas de nieve que había por doquier y sobre todo el frio: -39 C.
“Oh sí! Llegué al polo norte” Pensé.