Finalmente arribé
al aeropuerto de Winnipeg. Llegué asustada por las montañas de nieve y la
neblina que se vislumbraba desde el avión. Estaba a la expectativa de que me
depararía en esta nueva vida. Lamentablemente, el recibimiento que me dieron en
inmigración no fue agradable.
A mi visa de
estudiante solo le quedaba un mes para expirar y por esta razón me trataron
como si fuera la jefa de un cartel del narcotráfico. Mostré cuanto papel tenia
para justificar que mi propósito era estudiar y les expliqué a los funcionarios
de inmigración que estaba consciente de que debía renovar mi permiso de estudio
lo antes posible. Me preguntaron por qué si mi visa me la habían dado por un
año esperé tanto para venirme. No mentí, les dije que se me presentaron
infinidad de inconvenientes que retrasaron mi llegada a Canadá.
Volviendo a la
historia. Tardé dos horas para que me dieran mi permiso de estudio y me
permitieran salir de la salita de inmigración o del “cuartico” como lo llamamos
los venezolanos. En la puerta me esperaba Teresa, mi mamá anfitriona, ya que me
estoy quedando con una familia canadiense. Verla fue refrescante. Teresa es
encantadora y un poco alocada. Tiene ese carisma y candidez característica de
los canadienses. La escena fue muy graciosa porque ella pensó que yo no hablaba
nada de inglés y me hablaba muy despacio y gesticulando mucho para hacerse
entender. Luego de unos minutos me dijo: “¡pero si hablas bastante inglés!”.
Teresa me condujo
hasta su casa, la cual ha sido mi hogar desde hace siete meses. El lugar es
súper acogedor, tiene madera por doquier y muchos detalles cuchis. Esa noche caí
rendida. Al día siguiente Teresa me llevó a la Universidad de Winnipeg, donde
estudio inglés. Antes de hacerlo me advirtió que mi chaqueta era un chiste para
el invierno de Winnipeg o Winterpeg como también es conocida la ciudad. Me
prestó un suéter enorme y una chaqueta, con los cuales parecía un globito
andante.
Durante el trayecto a la universidad pude ver la ciudad a la luz del día. El lugar estaba cubierto de nieve y lucia desolado, muy al estilo del viejo oeste. Una vez que llegué a la universidad, me registré en mi programa de inglés y caminé al banco más cercano para abrir mi cuenta bancaria canadiense. Allí fue cuando experimenté en vivo y directo lo que son -39 C. ¡Oh por Dios! Ese frio no juega carrito, no es tan cuchi como se ve en las fotos.
Tras caminar
escasamente cinco minutos estaba mareada, sentía que el frio me cortaba la cara
y que mi ropa era de papel. Pensé: “Me
quedo con mis malandros, con el tráfico de Caracas y la escasez. ¡Este frio es diabólico!”.
A mi familia casi le dio un infarto cuando le dije esto. No los culpo, yo antes
de mudarme a Canadá era de las primeras que le decía al que se quejaba del
invierno: “No seas quejón. No puede haber nada más rudo que vivir en Caracas. Agradece
que vives en el primer mundo.”.
Regresé a la
casa. No quise salir como en dos días. El frío me aterrorizaba. Me decía a mí
misma “¿Qué hice? Yo vivía en el paraíso”. Cuando vives en el trópico toda tu
vida nunca te detienes a reflexionar en lo afortunada que eres por contar con
un clima maravilloso todo el año.
Por suerte, tengo
un amigo venezolano en la ciudad que me dio muchos ánimos. También fue de mucha
ayuda contar con el apoyo de la familia canadiense con la que vivo. Sin
embargo, no fue fácil. Como era de esperarse, el cambio de 60 C me provocó un
fuerte resfriado y me deprimí. Sin lugar a dudas, una de las pruebas más rudas
que he enfrentado en mi vida ha sido mudarme sola a Winnipeg durante el invierno y superar la tentación de agarrar mis maletas y regresar a Venezuela.
No comments:
Post a Comment