Wednesday, September 2, 2015

¡Hasta pronto Venezuela!

Abordé el avión. En cuanto este despegó, miré a través de mi ventana cómo se desdibujaba esa tierra donde crecí, mi Venezuela querida. Mil gratos recuerdos vinieron a mi mente: mis abuelas que ya no están en este mundo, mis padres, amigos, infancia, etc. No pude evitar llorar y que la gente me mirara como loca, pues ese avión volaba con destino a Aruba y todo el que viaja a esa isla paradisiaca lleva una fiesta interna. ¿Quién llora camino a Aruba? ¡Solo yo! Bueno… Aterricé en la Isla feliz, allí se suponía que haría una corta escala para luego volar a Chicago.    

El avión arribó con retrasó y no logré hacer la conexión. El vuelo en que se suponía volaría a Chicago había cerrado cinco minutos antes de que llegara al mostrador de United Airlines, aerolínea con la que viajé. Rogué y rogué para que me dejaran subir al avión. No hubo manera. Me dijeron que ya no saldrían más vuelos hacia Chicago por ese día y no habría disponibilidad por lo menos por dos o tres días porque había una tormenta de nieve en los Estados Unidos.

¿Y ahora? ¡Aruba es carísima!” Pensé. Tenía efectivo en dólares, pero no para pagar tres días de estadía en un hotel tan caro como en Nueva York; mi tarjeta de débito norteamericana tampoco la tenía conmigo debido a otra larga historia que pensaba solucionar una vez que llegara a los Estados Unidos y solo tenía conmigo mi tarjeta de crédito venezolana que por efecto del control de cambio venezolano pasaba donde quería.

Me senté a pensar qué haría. Para incrementar mi estrés, en esa sala no había Wi-fi libre y en consecuencia no me podía comunicar con mi familia. Justo en ese momento un oficial de American Airlines llamado Mike caminaba frente a mí. Lo detuve para pedirle la clave de Wi-fi. El oficial al ver mi cara de preocupación me preguntó qué me pasaba y le comenté lo ocurrido. Tras indignarse porque no me dejaron montar en el avión me dijo: “ven conmigo”. Lo seguí hasta una oficina de American Airlines. Hizo unas cuantas llamadas para tratar de conseguirme otro vuelo para ese mismo día o al menos para el día siguiente. En vista de que en efecto no había disponibilidad, me brindó su ayuda para conseguirme un hotel económico en la isla. Para esta labor realizó otro par de llamadas y luego me ofreció llevarme al hotel. No dudé en aceptar su oferta porque era una persona mayor y amable. 
   
El hotel al que Mike me llevó se llama Malibu. Los dueños son venezolanos y hasta tienen un bar restaurant donde el plato fuerte son arepas y se llama Arepados. El hotel Malibu resultó perfecto: es económico y la ubicación es excelente; está a cinco minutos caminando de Nikki beach (una playa súper linda de la Isla), a cinco minutos del aeropuerto y a 20 minutos del centro de Aruba. 

Al final, el hecho de que me dejara el avión resultó una bendición, porque el percance se convirtió en unas merecidas vacaciones de dos días que calmaron el estrés que traía de Venezuela. Mudarse a otro país acarrea un estrés horrible y más aún si eres venezolana, porque el control de cambio lo hace todo más difícil.  

Fui feliz en la isla feliz. La primera noche salí a cenar a un hotel cercano y al regresar caí rendida sobre mi cama.  Dormí como una bebé.  El sol salió tempranito al día siguiente. Me bañé y arreglé mi bolso de playa. Como buena venezolana desayuné mi respectiva arepa en Arepados y me dispuse a recorrer el centro de Aruba. 
  
Tenía años sin visitar Aruba. La amé, como siempre. Almorcé divino, comí una paella en un restaurante que solía visitar con mi familia cuando era niña y adolescente. Así que este almuerzo significó doble placer: comer sabroso y revivir hermosos recuerdos con mi familia. Mi tarjeta de crédito venezolana se portó comprensiva y pasó sin problema. En la tarde me fui a la playa y en la noche a un bar en Nikki beach, donde relajadamente me bebí mi trago favorito: un cosmopolitan.

Al día siguiente, me levanté bien tempranito, fui a la playa y allí disfruté hasta mediodía. Me devolví al hotel, hice el check out y los mismos dueños me llevaron al aeropuerto, pues ofrecen ese servicio. Arribé a Chicago en la noche. Desde que me bajé del avión me enamoré de la ciudad. Lo único que me impactó fue el frio. Era invierno y aunque la temperatura no era tan gélida, me pegó un poco porque por muy rubia que sea, mi cuerpo sigue teniendo un termostato tropical. Hacían -13 C y con sensación de -23 C, mientras que Aruba estaba a 33 C la misma temperatura que en Venezuela.

Desde la ventana del taxi admiré el lugar. Debo decir que desde entonces Chicago se convirtió en la segunda ciudad de mis sueños después de Vancouver y aclaro, no me enamoro de cada sitio que visito. Chicago es una ciudad inmensa, de esas que te hace soñar con alcanzar metas grandes, su arquitectura es ecléctica ya que combina lo moderno con lo antiguo y es simplemente hermosa. Es una ciudad con mucha vida, restaurantes, tiendas y bares por doquier.

Esa noche salí a caminar, sin embargo, el frio me hizo regresar a mi hotel, pues para ese momento no había comprado un abrigo apropiado para el invierno, el abrigo que tenía era para un invierno suave como el de Vancouver que no pasa de -4 C y del que los mismos canadienses se burlan, pues no lo consideran invierno. Fui al bar del hotel por una copa de vino. La gente que estaba allí fue tan amable y amistosa que hasta fuimos juntos a otro bar.


Al día siguiente recorrí lo que pude de Chicago y quedé fascinada con muchos deseos de volver. A final de la tarde volé a Winnipeg. Una vez que el avión aterrizó en esta ciudad, me impactó las montañas de nieve que había por doquier y sobre todo el frio: -39 C. “Oh sí! Llegué al polo norte” Pensé.  


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